G 1884

 Faltaba poco y nada para que empezara el Mundial de Sudáfrica 2010; primero para mí como trabajador de los medios y la cosquilla de emoción, con un poco de incertidumbre, empezaba a subir su espuma. Aquella competencia sería la primera de Messi como titular y, al mismo tiempo, de Maradona como líder de grupo desde el banco de suplentes. 


Tras una eliminatoria de riesgo, el Seleccionado Nacional había logrado clasificarse con un empate sospechoso en el Centenario de Montevideo, una semana después del asalto de Palermo, el “aquaplaning” de Maradona y toda la locura que significó aquella tarde de tormenta en cancha de River ante Perú. 


Yo trabajaba en Fútbol Para Todos, tras el cambio en la Ley de Medios y la baja del contrato con Torneos, que era la empresa que coordinaba todas las transmisiones del fútbol argentino. Eso sucedió a mitad de 2009, cuando yo escribía un copete semanal de color, comentando los resultados de la fecha, que me pagaba el sponsor privado que auspiciaba el torneo, que era en ese entonces un operador de cable con mucha visión de negocio. 


Así las cosas, lo que creía como una pérdida laboral pasó a ser un salto enorme ante el cambio de escenario y autoridades. Por obra del destino, uno de los productores del nuevo proyecto resultó ser el suegro de un amigo muy cercano, cosa que me enteré estando un fin de semana en Lobos, a través de una de sus hijas, que era amiga de mi tercera cuñada. La vida y sus atajos, qué sé yo. Mandinga. 


El tema es que para mayo 2010 apenas faltaba un mes para trabajar en la primera cobertura de un Mundial de fútbol. De costado, sin viajar, con poco protagonismo, pero no me importaba. Yo había renunciado a mi otro trabajo en el agente de bolsa cuando en Fútbol Para Todos empezaron a pedir exclusividad. 


Mi hermano menor y único acababa de recibirse de abogado, juraría que fue el 12 de mayo la jura, pero no afirmaría si eligió hacerlo por los evangelios, la justicia o hacer silencio. El caso es que sacamos unas lindas fotos familiares en el aula magna de la UBA, que es un edificio extraordinario con una pintura que no había visto ni siquiera en el palacio de Versalles por envergadura. 


En diciembre del año anterior yo había publicado mi primer libro, cosa que también generaba un entusiasmo familiar y me tenía ocupado de vez en cuando con su artesanal venta. Pero decía que se venía el Mundial de Sudáfrica. 


El 17 de mayo me llegó un mail avisando que el fin de semana siguiente íbamos a trabajar en el amistoso ante Canadá que era el último partido antes del viaje de los jugadores. Cancha de River. Más tarde la noticia era confirmada y detallada al punto que había que ir de traje para estar en el campo de juego. 


Yo estaba esa tarde, no podría precisar por qué, tirado en la cama del cuarto de mi hermano mirando el techo, que estaba lleno de naipes de póker, porque Mariano antes que abogado fue mago. Y con la televisión prendida o mandando textos desde el celular. 


Mi viejo había vuelto del trabajo y me comentó que se iba hasta el Solar a buscarle un regalo a un compañero de la empresa que cumplía años. 


- Dale, qué bueno (supongo puede haber sido mi contestación desinteresada y protocolar). 


Al rato sonó el teléfono fijo de casa, cuando esas cosas todavía ocurrían, y era justo la persona del cumpleaños. 


- Fer, cómo te va. Che, me acaban de llamar que tu viejo se descompuso en un local ahí cerca de tu casa, Giesso me parece... 


Dudo que haya colgado bien el teléfono cuando verifiqué que tuviera todo lo mínimamente necesario para correr las casi cuatro cuadras que había hasta el local en cuestión. 


Llegué muy rápido y agitado. En la puerta había un patrullero o policías. Lo segundo seguro, porque uno me frenó en la puerta. 


- Me llamaron que mi papá se descompuso acá. 


El policía se volvió hacia un compañero y le comentó algo que no quería que yo oyera. Por arriba de sus hombros vi las piernas de mi viejo tiradas en el piso, porque estaba sentado u acostado. No se veía más que de las rodillas para abajo y los mocasines. 


- Flaco, tu papá murió. Tuvo un paro o algo y no hubo tiempo para nada. 


Y ahí me dejaron pasar, o los corrí, y me tiré encima suyo para abrazarlo. Y se asomó uno de los vendedores al rato y me confió: “Dijo que se sentía mal. Se mareó y cayó al piso; fue cuestión de segundos, no debe haber sufrido casi”. 


Toda la secuencia posterior de la historia que aconteció hasta el día de hoy, 11 años y un poco más, no tiene tanta importancia. La persona que más me conocía de este mundo ya no estaba más para armar la vida juntos.




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