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Un alfajor

Mi hermano y yo éramos muy chicos cuando nuestra abuela Naná nos traía un “tatín” a cada uno. El “tatín”, que era lo primero que le pedíamos cuando la veíamos, era un chocolatín Suchard con cuatro “ladrillitos”. Cuando uno es chico va directo a lo importante, no anda contaminado de protocolos y “lo que corresponde”; no señor, uno pide el chocolate, saluda y la remata limpiándose el beso con el puño. Después se pasa un poco la vida y se intercalan puños, besos, protocolos o chocolate. Y como si nada, ya somos grandes para tatines, quizás los podemos comprar y hasta somos el que se los regala a alguien más. Y para entonces tu abuela ya no se acuerda los años en orden, o los nombres, o quizás te pregunta quién sos. Y a mí esa parte de la vida me cuesta mucho aceptarla y me pone de mal humor. Los momentos de deterioro del cuerpo, la ecuación de vivir que se empieza a dar vuelta, cambiar la página, ir del otro lado del mostrador... Ojalá algún buen maestro te haya enseñado de empatía, compasión y gratitud. Y siempre te va a costar el barro de la rutina de ir a visitar a la Naná que te haya tocado, agarrarle la mano, ver que no está arreglada y quizás no se viste, que te digan que no quiere comer y delira en francés de noche... Tal vez algo se ría, o recuerde, o la preocupe, o lo que sea. Aquel “tatín” hay que ir a devolverlo y aunque me dijeran que no probaba bocado, Naná nunca dejó ni una miga de un alfajor que yo le llevaba y partía en cuatro.




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Rodeados

Nos rodean casos, cosas, casas, cacos, Cocas, cosos, cacas... 
Buscando nuevos rumbos, se encuentran buenos tumbos. Tumbas, lo que no quieres. Cuando fui un poco más allá, preferí quedarme menos acá. La curiosidad siempre es un pasaje. Con los sentidos encontramos sentidos sentidos y algunos motivos menos sensatos. Tocar para creer. Con las yemas de los dedos pegoteadas con las yemas de dos huevos de una granja, sin naranjas ni drogas, donde se deroga lo que no te hace bien del mal, ese que parece no mudarse de tu cabeza, que con certeza te empasta el alma y la calma. En definitiva, seguimos rodeados. 



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Serpientes y escaleras

La escalera como testigo intachable del trajín de los días que se van al tacho. Sube y baja la autoestima, los peldaños de vivir son muy altos cuando chicos. Los escalones de la tercera edad piden rampa o filos redondeados en madera (por si acaso). ¿Por su casa cómo es..? Con descanso es mejor, creo. Las escalinatas a la fama son muy empinadas, se cae fácil de ahí. Muchas son el techo de un baño chico. Otras deslumbran y decoran con su arquitectura: barrotes, madera fina, mármol, piedra. En las canchas los escalones no son escaleras en rigor, quizás por eso cantan, saltan, fuman; no sé. Interiores o exteriores. En la naturaleza también las hay. Parques nacionales, senderos, durmientes, serpientes, peregrinos del turismo, escaladores de aventura, bebedores de desventuras. La escalera caracol copió a la víbora, que le enseñó a la cola del mono, que barrió un caracol de cuernos al sol y affaires de noche (padres de las casas rodantes en cámara lenta). Con lente atenta, la escalera sabe bien quien no está bajando mucho a la vida. La fascinación de los chicos por subir debe ser el afán de querer ver como los grandes; o no. Anfiteatros con escalones que tuvieron la doble tarea de acompañar la subida y alojar espectadores, el aforo del foro. La escalera como asiento tiene la medida justa para calzar las lumbares y chamuyar en bares. No faltan esas escaleras plegables que son también tapa y puerta de altillos: Netflix nostálgico, casi siempre, con humedad y olores viejos. Mucho han trabajado las escaleras en obras, muchas maniobras, tantas manías en el protocolo de la escalera automática. Juzgados, colegios, universidades… La escalera como medio de transporte también es un aporte. También son puentes. Yo en 1998 la pasé muy bien en Plaza España, de Roma. ¿Cuál es la escalera de tu vida?

Gracias Alamy Stock Photo