0 comentarios

Un alfajor

Mi hermano y yo éramos muy chicos cuando nuestra abuela Naná nos traía un “tatín” a cada uno. El “tatín”, que era lo primero que le pedíamos cuando la veíamos, era un chocolatín Suchard con cuatro “ladrillitos”. Cuando uno es chico va directo a lo importante, no anda contaminado de protocolos y “lo que corresponde”; no señor, uno pide el chocolate, saluda y la remata limpiándose el beso con el puño. Después se pasa un poco la vida y se intercalan puños, besos, protocolos o chocolate. Y como si nada, ya somos grandes para tatines, quizás los podemos comprar y hasta somos el que se los regala a alguien más. Y para entonces tu abuela ya no se acuerda los años en orden, o los nombres, o quizás te pregunta quién sos. Y a mí esa parte de la vida me cuesta mucho aceptarla y me pone de mal humor. Los momentos de deterioro del cuerpo, la ecuación de vivir que se empieza a dar vuelta, cambiar la página, ir del otro lado del mostrador... Ojalá algún buen maestro te haya enseñado de empatía, compasión y gratitud. Y siempre te va a costar el barro de la rutina de ir a visitar a la Naná que te haya tocado, agarrarle la mano, ver que no está arreglada y quizás no se viste, que te digan que no quiere comer y delira en francés de noche... Tal vez algo se ría, o recuerde, o la preocupe, o lo que sea. Aquel “tatín” hay que ir a devolverlo y aunque me dijeran que no probaba bocado, Naná nunca dejó ni una miga de un alfajor que yo le llevaba y partía en cuatro.